: “Antología de cuentos de la Pandemia Covid”
Por Dr. Raúl Héctor Campa García. Ciudad Obregón, Sonora
Frecuentemente se le veía deambulando por unas de las grandes calzadas de la Ciudad de
México. Pasaba de los 50 años edad, su piel, a pesar de su aspecto físico, delataba su
probable origen sajón. De complexión delgada, blanca, cabello rubio maltratado, ojos
azules, sucia vestimenta, pantalón y chaqueta de color café, camuflaban su descuidado
vestir. Su desaseo era evidente.
Sobre su espalda cargaba un morral, quién sabe que contenía. Siempre se le
encontraba en el mismo lugar sentada en cuclillas, meciéndose, su vista perdida sin saber a
dónde; con un refresco de cola, por un lado. De vez en cuando movía los labios, como si
estuviera en un soliloquio. A pesar de su aspecto indigente, no pedía limosna.
Alguien se detenía a observarla, algo le llamaba la atención. Siempre la encontraba
en el mismo lugar, a veces somnolienta, manifestada por sus continuos bostezos, seguidos
por un breve trago a la bebida de cola; quizás para que le durara más el contenido de la
botella de 600 mililitros.
Ese alguien, una mañana la encontró, como era su costumbre, sentada en cuclillas,
meciéndose y con su bebida, en su breve espacio, que ocupaba en una parte de la banqueta,
bajo la sombra de un viejo árbol de tronco y brazos negruzcos por el tinte del smog de la
gran ciudad. Ella extrajo del morral, una cajita de cartón que contenía las rectangulares
cartas de una baraja.
Él observador se acercó un poco más, a cierta distancia. La miro sacar de la cajita,
una a una las cartas de naipes, las fue acomodando en el piso de concreto de la banqueta,
haciendo una hilera de 7 cartas, coloca otras cartas sobre cada una de las primeras; dejando
a un lado la mitad de la baraja.
Al estar más cerca, se percató que se trataba de una baraja española, por las
tradicionales imágenes de oros, copas, espadas, bastos, sota, caballo y rey. Pensó que, para
quitarse algo de aburrimiento, jugaría un “solitario”. De nuevo metió su mano al saco y
extrajo un pedazo de cartón con el signo de pesos escrito, seguido del número veinte, en
otro pedazo más grande la frase: “Se leen las cartas, la palma de la mano. Se hacen
diagnósticos por técnica de medicina china”.
De esta actividad ha de sobrevivir –pensó el observador. Con razón no pide limosna.
Su desaliñada apariencia, le hizo creer que se mantenía por dádivas de algunas personas
samaritanas…quizás.
Durante el tiempo que la observó, nadie se acercó a solicitar sus servicios.
En ocasiones trataba de saludarla con un, “buenos días” o buenas tardes, nunca contestó.
Permanecía con la cabeza agachada, de vez en cuando volteaba hacia el cielo.
- Creo que no está bien de sus facultades mentales- se dijo así mismo él observador.
Dejó de verla por 6 meses. Él se había ausentado de la gran ciudad. Cuándo regresó,
volvió a sus cotidianos recorridos, por la misma gran calzada; rumbo a la zona de
Hospitales.
Se extrañó de no ver a la mujer en lugar de siempre, sentada en cuclillas
-¿Cambiaría de lugar, para ofrecer sus servicios de cartomancia – de adivina, puespara predecir lo incierto del futuro y sus diagnósticos alternativos de enfermedades? – se
preguntaba.
Por un tiempo no supo nada de ella.
Los medios de comunicación informaban de una enfermedad provocada por una
nueva cepa de un conocido virus, con mayor poder de contagio. Enfermedad que hacía
escasos dos meses se había presentado en China, y se estaba esparciendo hacia otros
países. Pero las autoridades gubernamentales de México, a través de la Secretaria de Salud,
no le habían dado al inicio, la importancia debida, se hablaba de que incluso el país, había
exportado a China millones de cubrebocas. La vida en la ciudad continuaba en su general
cotidianeidad, como si nada extraordinario fuese a pasar.
Un día, al salir de un conocido negocio gastronómico y de venta departamental,
ubicado en la avenida de la Zona de Hospitales; para ser más preciso, el restaurante que
está ubicado en frente del Hospital General Dr. Gea González, contiguo al Instituto
Nacional de Oncología; vio con sorpresa la figura desaliñada de una persona que al
momento identificó con aquella mujer: La Chamagosa.
Ella se asomaba a través de la ventana hacia el interior de un local muy conocido,
cuya venta principal era café. La saludó, volteó a verlo, sin contestar.
–¿Quieres un café o un refresco? – Le preguntó.
– Coca – contestó ella, en forma parca, con un distintivo tono extranjero.
Él, entendió su pedido, -refresco -no se imaginó otra cosa. Entró a la cafetería compró
la gaseosa de cola de 600 ml. La mujer destapó la botella y le dio un pequeño sorbo, le
agradeció e intentó alejarse.
–Espera – insistió él- ¿de dónde eres? – le preguntó.
–De los “estadouoss unios” – contestó con su “pocho lenguaje”, en español.
– ¿Allá vives? – continuo la breve plática- Nouu yaa tengo tempo aquí en ciudad de
mecsico – le dijo.
–¿Vives cerca de aquí, que haces en esta gran ciudad alejados de los tuyos?
Ella se tardó, como pensando en contestar. Volteó, le sonrió y dijo: – Vivo poco lejus. I
here, me atiendo de una enfermedad.
Su pálida facies y esmirriado cuerpo, hacía evidente su padecimiento … posible
¡cáncer!
–¿Qué tienes? – insistió en preguntarle.
–Un tumor, mi tener cáncer y estoy en tratamiento en el Instituto, allí– contestó,
señalando hacia dónde está situado el Hospital, intentando de nuevo alejarse, con paso
lento, con su cabeza erguida, mostrando una singular indiferencia.
–Espera – le volvió a preguntar- ¿necesitas que te ayude en algo? Ella se volteó de
nuevo, sin detener su caminar, diciendo – Nouu muchchaas Thank you, bye.
El hombre no insistió en saber más de su aparente, intrigante y solitaria vida. Su
propósito era escribir una historia: la de ella. Del porqué de su estancia en nuestro país
¿Sería una interesante vida de una persona en aparente estado de indigencia?
–Quizás en otra ocasión lo intentaría, murmuró con resignado silencio.
En el país, se presentaban los primeros casos de la nueva pandemia, poca gente
tomaba las precauciones para evitar contagios. Él se ausentó nuevamente de la Ciudad de
México, regresó a su tierra; en el noroeste del país.
Al mes de los primeros casos diagnosticados de ésta enfermedad ocasionada por
coronavirus en México, empezaron a reportarse cada vez más enfermos en los diferentes
estados de la República. La letalidad iba en aumento, en cinco meses de la llegada de la
pandemia, la curva de casos notificados no descendía. El país, ocupaba el segundo lugar de
mortalidad en el mundo.
De regreso a la Ciudad de México, inició de nuevo la cotidianidad de sus recorridos
por la calzada de Tlalpan, en la zona de hospitales. Al pasar por el lugar, volteaba hacía
donde siempre veía sentaba en cuclillas a la señora chamagosa; pero no estaba.
Se encontró con una ciudad menos ruidosa, había una disminución en la circulación
de automóviles, personas deambulando por la gran avenida, algunos locales abiertos, a
pesar de la declaración del semáforo epidemiológico propuesto por las autoridades de la
ciudad, según la incidencia de casos, con la intención en lo posible, de ir regresando a la
normalidad. Algunas personas que circulaban a pie, no usaban cubrebocas.- A esas alturas
de la pandemia, parte de la población del país no creía que la enfermedad existiera; se
percibía una sensación dual, de aparente tranquilidad y por otro lado, un temor latente de
que la pandemia siguiera sin domarse. Los enfermos y la mortalidad seguían aumentando.
De vez en cuando, él volteaba hacia las aceras de la calzada, en busca del personaje
de una historia frustrada, no la encontraba en sus recorridos, aun al visitar otros lugares de
la contrastante ciudad, donde se percibía una tranquilidad aterradora.
La chamagosa no aparecía por ningún lado.
–Recordó de ella, su evidente pobreza, su descuidada persona, su desaseo.
¿Le pasaría algo, se contagiaría con este nuevo virus?, pensaba en lo que alguna vez
escuchó de un insensible político: “la pobreza, hace a los que la padecen, inmunes a la
enfermedad” – ¡Qué estupidez! – exclamó hacia su interior. La señora padecía cáncer y su
supuesto tratamiento la hacía presa fácil de esta enfermedad, las defensas de su organismo
estaban disminuidas.
Cavilaba sobre el posible destino de la vagabunda mujer chamagosa. Algo le tuvo
que haber sucedido. Quizás su existencia había terminado en un solitario lugar, en total
abandono en algún hospital y en esa soledad a la que ella estaba acostumbrada.
Quizás su muerte, si es que sucedió, no haya sido por la enfermedad provocada por
este virus, sino por su cáncer. Aunque así hubiese pasado, por ésta u otras causas, las
condiciones del lugar donde posiblemente ocurriera su deceso, serían semejantes a las de
otras personas que ahora fallecían por coronavirus. En una soledad, en una agonía terrible,
tal vez, en un hospital reconvertido o no en “covidero”, rodeada de otros enfermos,
aumentaría más su angustia.- A pesar de la buena atención de los médicos, de todo el personal de salud, con su
aparente estoicismo; si no había esperanzas de salvar vidas, confortaban a estos pacientes
quizá contagiosos, exponiendo también su propia vida en caso de enfermarse.
Pensaba que la chamagosa, había terminado sus días rodeada de gente desconocida,
como desconocida fue su existencia, escuchando hasta el último momento cercano a su
final, los sonidos de sus mismos jadeos, con su dificultad para respirar o los ruidos de los
aparatos que se utilizan para dar apoyo de ventilación pulmonar asistida: los ventiladores
mecánicos, o quizá acompañada del sonido constante provocado por los monitores de los
signos vitales. Al final, ya no escucharía la señal de la línea horizontal, plana, reflejada en
el monitor centinela que anunciaba su muerte.
Ningún familiar a quien dar aviso de su deceso, ningún amigo. Solo la trabajadora
social en turno, se comunicaría con alguna funeraria, para que se encargara de su
incineración, pagada por el mismo hospital, con que se tuviera un convenio.
A pesar de las especulaciones mercantilistas que han caracterizado esta pandemia, el
proceso último de convertir en cenizas, lo que hacía poco tiempo era una solitaria vida,
existía en el ser humano atisbos de humanidad, actos de misericordia.
Antes de morir, si es que falleció ¿Estaría socorrida por un sacerdote, para darle los
santos oleos, con la esperanza de una milagrosa recuperación? Para recordarle que: “Polvo
eres y en polvo te convertirás”.
Quizás eso es lo que somos, una microscópica ceniza que se esparce por doquier.
La Chamagosa –pensó- descansaría en paz, más de la que aparentaba tener en su
intrigante y solitaria existencia. No la paz del sepulcro, en donde los restos mortales se
depositan, en donde los cuerpos inertes, rígidos, poco a poco se corrompen, pero sus almas
deambulan, se perpetúan, en la memoria de alguien, si es que ese alguien existe, para
recordarla.
Sus cenizas, que algún “piadoso” empleado de la funeraria que se encargaría de su
cremación, probablemente las haya esparcido por la gran calzada, por la zona de hospitales;
para ahorrarse la urna funeraria. Recipiente adornado, donde la mayoría de las gentes
guardan las cenizas de sus muertos, cuando los incineran.- Las cenizas de su cremado cuerpo, con el viento y la lluvia que cae en la ciudad,
recorrerán otros lugares que en el transcurso de su vida tal vez su nunca visitó. Cenizas que
volaran por el planeta o navegaran en mares ignotos. Hasta el final de los tiempos.
Caminando por la Calzada, rumbo a la zona de hospitales de la Ciudad de México,
escuchó la voz de una indigente “que se roía los codos de hambre”, le pidió limosna.
Volteó, le dio unas monedas. No era la Chamagosa.
Se fue fumando un pensamiento:
–¡Dios cuánta pobreza, sigue en aumento!
Dr. Raúl Héctor Campa García - NOTIOSONORA.MX—– NOTIO´´ NOTICIAS OBREGÓN´´




